lunes, 26 de julio de 2010

Sombras en la playa

El taxi se detuvo en una calle oscura, justo debajo de una pinera. Mi novia, dos amigos y yo, bajamos del auto, pagamos al chofer, y nos adentramos por una angosta y poco iluminada calle que desembocaba al borde de la playa.

Caminamos por la arena hasta llegar a una zona de pequeñas palapas circulares, bajo las cuales, había acomodados unos pesados camastros de madera. Nos sentamos en ellos formando un semicírculo, mirando hacia el este, hacia el océano. La noche era muy agradable en comparación con el día, el cual había sido sumamente húmedo y caluroso; una fresca brisa marina saturaba todo el ambiente. Detrás de nosotros, la ciudad permanecía en calma. Recuerdo que era Domingo.

Comenzamos a comer los hongos cerca de la media noche. Comí ocho de ellos lentamente. En varias ocasiones sentí la necesidad de vomitar, pero me contuve. Sólo utilicé un poco de agua para mitigar ese sabor extraño que produce el hongo en la boca.
Habían pasado quizás unos veinte minutos, cuando comencé a sentir un temblor en mi cuerpo. Era como un escalofrío que por momentos me recorría de pies a cabeza. Noté que mi abdomen estaba rígido, y experimentaba una sensación de vértigo y de mareo.

Siguiendo el consejo del amigo que nos había obsequiado los hongos un día antes, yo había hecho un ayuno. Tan solo había comido un poco de fruta y un par de galletas en todo el día, y atribuí a esto la velocidad con que había empezado a sentir los efectos de la psilocibina. En cierto momento fue tan intensa la sensación que incluso me costaba hablar, tuve que levantarme.

Caminé solo por la playa, hasta llegar a la orilla del mar. Intenté relajarme, pero sucedió exactamente lo contrario. Estando ahí, parado yo sólo frente al mar, una sensación extraña se apoderó de mí. Era como enfrentarse con una presencia indescriptible, pero poderosísima. Parecía venir de todas direcciones: del cielo, de la tierra, del océano. En un segundo el miedo me paralizó; era un miedo corporal hacía algo desconocido, lo sentía en el estomago. Intuitivamente rodeé con miz brazos la zona de mi abdomen, y regresé a donde estaban mis amigos.

Ya para entonces ellos también comenzaban a sentir los efectos de los hongos. No tuvimos que decirnos nada, con solo vernos era suficiente para entender lo que sentíamos. Todos reímos. Me acomodé de nuevo en el camastro de madera y cerré los ojos, tratando de concentrarme en mi respiración. Esto contribuyó mucho a que me relajara. Me dí cuenta que si no luchaba contra esa sensación vibrante que recorría todo cuerpo, la sensación, de hecho, se volvía sumamente placentera. Entré en un estado de quietud absoluta, tanto a nivel físico como a nivel mental. Mis pensamientos parecían haber disminuido y yo sólo me limitaba a percibir, pero no de la forma en que usualmente lo hago, sino de una manera más intensa, más clara.

Puesto que tenía cerrados los ojos, toda mi atención comenzó a enfocarse en los sonidos. Principalmente en el sonido de las olas acercándose a la orilla, los cuales me parecieron bellos e hipnóticos. Los espacios entre ellas creaban increíbles silencios que yo sentía cómo huecos, cómo vacíos, que rebotaban en alguna parte de mi ser, formando parte de una hermosa melodía. Me hallaba en ese momento en un estado de relajación absoluta. Pocas veces en mi turbulenta vida había sentido tanta calma.

Súbitamente un recuerdo aterrizó en mi mente y toda mi atención quedó fija en él. Fue el recuerdo de aquella vez que comí los hongos por primera vez en mi habitación

En esa ocasión, tras no poder conciliar el sueño después de haber tomado los hongos, me senté en un sillón de mi cuarto, encendí un cigarrillo y tuvo lugar entonces la experiencia más extraña de toda mi vida. Todo comenzó con una visión de la famosa curandera mazateca María Sabina. En algún punto, mientras estaba sentado en aquel sillón, cerré los ojos y la tuve frente a mí, observándome. Pude ver con detalle su vestido y el lugar donde se encontraba. Fumaba, al igual que yo, mientras me miraba con aquellos ojos penetrantes, como dos pequeños puntos negros llenos de luz. Después de un rato, su imagen se desvaneció y lo que percibí entonces fueron dos enormes anillos luminosos, flotando en medio de un espacio infinitamente oscuro. Los anillos comenzaron a acercarse entre sí, como si se tratara de un eclipse, y justo en el momento en que ambos estuvieron sobrepuestos completamente, formando un solo anillo, algo en mí se destapó. Sentí que me transfiguraba. Perdí la noción de mi cuerpo y de mi habitación. Una serie de imágenes de mi vida comenzaron a correr frente a mí a gran velocidad, como si se tratase de un montón de fotografías. No se cuanto tiempo pasó, para mí fueron tan solo unos segundos, y a la vez, la eternidad misma. Cuando volví a ser conciente de mi cuerpo, estaba otra vez sentado en el sillón de mi cuarto, con el cigarrillo apagado en mi mano, preso de una sensación agobiante, opresiva, y una indefinible tristeza. Me paseé por la habitación un rato sin saber que hacer, hasta que tomé una vieja guitarra sin cuerdas que me había regalado mi abuelo. Me senté al borde de la cama, la coloqué sobre mis piernas y comencé a tocar el cajón con los dedos, como si fuese un instrumento de percusión. No recuerdo con exactitud que fue lo que sucedió, por un momento nuevamente perdí la concepción de mí mismo. Lo que me trajo de vuelta fue una poderosa toma de conciencia: yo estaba tocando una canción. Era una melodía muy simple y repetitiva pero, de alguna extraña manera, sumamente hermosa. Una intensa energía se me vino encima. Comencé a llorar, lleno de una felicidad indescriptible. La sensación de paz y de plenitud que experimenté entonces es algo difícil de explicar. Una vibración me recorría de pies a cabeza y de alguna manera me reconfortaba, era como ser abrazado por una fuerza extraña, poderosísima. Me sentía feliz, completo, satisfecho, supe haber encontrado aquello que tanto había buscado durante toda mi vida, aunque en realidad no tenía idea de siquiera estarlo buscando, hasta ese momento. Supe también, sin saber cómo, que la canción era un regalo, algo mágico, y esta idea trajo consigo una nueva ola de energía. Pasé horas tocando esa misteriosa música y el efecto que produjo en mí fue sumamente purificante, sanador. Reía y lloraba al mismo tiempo como un loco, de puro placer, de éxtasis. Nunca antes había sentido tanta plenitud, tanta amplitud de conciencia.

Sentado en mi camastro, en aquella playa, recordé con detalle esta experiencia. Me puse de pie y caminé un par de metros fuera de la palapa donde nos encontrábamos. No estaba seguro de que hacer. Finalmente me paré frente a mis amigos, dándole la espalda al mar, y les pregunté si recordaban aquella música de la que les había hablado. Los tres me miraron sin decir una palabra y fue entonces que cerré los ojos y comencé a silbar. No esperaba que sucediera nada, pero instantáneamente un silencio y una concentración absoluta se apoderaron de mí. Era como si todo a mí alrededor hubiera desaparecido y solo existiera ese sonido.

Apenas había dado un par de vueltas a la melodía, cuando nuevamente algo dentro de mí se destapó. Una especie de explosión, una energía, me sacudió de pies a cabeza. Involuntariamente deje de silbar y mi cuerpo se encorvó hacia adelante, como si alguien me hubiera dado un golpe en el abdomen. En ese instante, justo detrás de mí, escuché un ruido muy peculiar. Era como el sonido de un aleteo, pero mucho más potente y veloz. La imagen que me vino a la mente fue la de una gran ave, o un gigantesco insecto, que esta intentando emprender el vuelo. Casi pude sentir el aire que generaban sus enormes alas detrás de mis oídos; parecía que se encontraba muy cerca de mí. Todo ocurrió en tan sólo un par de segundos, y después, el lugar quedó en silencio.

Abrí los ojos. Los oídos me silbaban y mi cuerpo era atravesado por una fuerza semejante a una corriente eléctrica, que parecía concentrarse en el plexo solar y las palmas de mis manos. Mi novia y mis amigos me observaban con una expresión extraña en su rostro. Uno de ellos se incorporó rápidamente de su asiento y corrió fuera de la palapa, al mismo tiempo que volteaba hacia arriba de ella, como intentando protegerse de algo que hubiera allí. Reía nerviosamente. Vino a mi lado y me preguntó qué había sido eso. Volteé a ver a mi novia y a mi otro amigo buscando una respuesta, pero ambos seguían observándome con esa expresión rara: una mezcla de sorpresa, incredulidad y miedo. ¿Qué fue eso? También me preguntaron ellos.

Comprendí entonces que todos habían percibido aquel aleteo, y no sólo a un nivel auditivo, como fue mi caso. Días después, hablando a solas con cada uno, supe que además de haber escuchado ese extraño sonido, todos habían visto una sombra que se elevaba en el aire, desde algún punto detrás de mí, a la parte superior de la palapa. Por eso mi amigo había salido corriendo de ella mirando hacia arriba, intentando descubrir de qué se trataba.

No supe que decir. Estaba tan asombrado como ellos, pero no quise obstinarme en hacer preguntas o intentar razonar lo que había ocurrido. Me encontraba, además, bastante ocupado asimilando la sensación que dejó en mí todo el evento.

El mundo parecía distinto, o tal vez sería más apropiado decir que algo en mi forma de percibir y de pensar era completamente nuevo, como si me hubiesen quitado un peso de encima o un vendaje que antes no me dejaba ver el mundo de la manera en que ahora lo hacía. Me sentía como liberado de una carga, más fluido, ligero. Había una extraña tensión y un cosquilleo en la parte media de mi cuerpo, justo arriba del ombligo, pero no se trataba de una sensación incomoda o dolorosa, de hecho, me gustaba.

El cielo parecía tener una tonalidad más clara, como si se acercara el amanecer, aunque aún faltaban varias horas para eso, lo cual me pareció raro. Quedé pasmado por la gran cantidad de estrellas que podía ver, no recordaba haber visto nunca un cielo tan estrellado en mi ciudad. Me pareció una escena maravillosa. Todo se veía más brillante.

Parado en esa playa, sentí, por primera vez en mi vida, el misterio absoluto que significa estar vivo. El acto mágico y poderoso que implica tener conciencia de ser y habitar en este mundo extraño, bello y al mismo tiempo pavoroso. Un mundo ciertamente gigantesco, pero que, comparado con la vastedad del universo que tenía frente a mí, no era más que otro pequeño punto de luz flotando en medio de la nada. ¡No somos nada!, pensé. Éramos polvo, como los diminutos granos de arena en aquella playa y sin embargo, cada grano era necesario, cada partícula contaba. Me hallaba extasiado, feliz, eufórico. Supe haber dado con algo importante, haber encontrado un secreto. Era tan simple y a la vez tan inmenso, tan poderoso, que me era imposible dar voz a lo que sabía. Pero todo mi cuerpo lo conocía; cómo un sentimiento que hubiera estado siempre reprimido dentro de mí, hasta que ese día, había logrado salir a la superficie por completo.

Me acomodé de nuevo en mi camastro, lleno de una energía y una claridad mental incomparables. Lagrimas de emoción escurrían por mi rostro. Mi novia y mis amigos continuaban sin decir palabra. Pensaba en alguna manera de transmitirles aquel sentimiento, cuando de pronto, tres estrellas fugaces atravesaron el cielo con dirección al este, perdiéndose en el mar frente a nosotros. Fue un espectáculo increíble. Todos nos emocionamos. Hubo aplausos, risas y expresiones de asombro.

El mundo en aquel momento en verdad era mágico, incomprensible, repleto de poder, y nosotros formábamos parte de él. No había necesidad de las palabras. Sentía una enorme gratitud, unas ganas inmensas de dar gracias por la oportunidad de ser testigo de este tiempo y de este maravilloso universo. Así lo hice, y al mismo tiempo lo hicieron los demás.

Después de las estrellas fugaces, todos estuvimos en un mejor estado de ánimo. Reímos y platicamos mucho esa noche. Parecíamos unos niños, sin esa pesada carga que nos hace convertirnos en seres duros, egocéntricos; llenos de problemas y contradicciones.

Muchas certezas vinieron a mí mente, pero estas son algo difíciles de explicar. De pronto las comprensiones llegaban de un solo golpe, con tal fuerza y claridad, que no dejaban ninguna duda en mí de su veracidad. Lo curioso era que yo parecía comprender las cosas sin necesidad de razonarlas. Nuevamente, era como sí mi cuerpo, o alguna parte desconocida de mí, las supiera.

Cerré los ojos unos segundos y comencé a tocar de nuevo la canción, golpeando con los dedos el descansa brazos de mi asiento. Vi una explosión de luz blanca frente a mí. Fue algo muy veloz y repentino. Abrí los ojos y me dí cuenta que se había producido un apagón en toda la ciudad. Comprendí al momento, que ese resplandor blanco que había visto era producto del apagón, aunque no tenía idea de que era lo que había visto o cómo es que lo había visto, pues me encontraba con los ojos cerrados, de espaldas a la ciudad. Bromeando, les dije a mi novia y mis amigos que habíamos provocado un apagón. Todos reímos ante la idea.

Tuve ganas de orinar. Me alejé unos cuantos metros, y mientras lo hacía, una sensación de lo más extraña hizo que cada fibra de mi ser se paralizara de miedo. Sentí con toda la certeza del mundo que alguien o algo me observaba. Parecía estar a mi izquierda pero, cuando volteé hacia ese lado, no pude ver nada, y sin embargo, casi podría jurar haber visto una mancha negra moviéndose muy cerca de mí, a escasos dos metros aproximadamente. Lo sentía con una claridad y una certeza que paralizaba todo mi cuerpo. Era como ser acechado por una bestia salvaje que se refugiaba en la oscuridad. Algo que no es de este mundo. Sentí sus ojos acechantes, muy pendientes de mí, listo para lanzárseme encima en cualquier momento.

La sensación de estar siendo observado era tan real, tan intensa, que instantáneamente dejé de orinar, subí la bragueta de mi pantalón y volví a la palapa. Pensé en contarles a mis compañeros lo que había pasado, pero no quería asustarlos y yo mismo no quería evocar de nuevo esa presencia, fuera lo que fuera.

Ahora que lo pienso, años después, me pregunto si estaría relacionada con el aleteo y la sombra que percibieron mis amigos cuando silbé mi canción. También me viene a la mente aquel enorme monolito de Mictlantecuhtli (dios o señor de la muerte para los mexicas) que visité unos meses después.

La enorme escultura había sido encontrada a campo abierto, pero en vez de ser removida, se construyó una galería alrededor de la pieza, dejándola en su sitio original. Era un monolito impresionante, tal vez el mejor que jamás he visto. La deidad, que medía más de dos metros de alto, estaba sentada en una especie de trono o altar cuidadosamente tallado. Sus ojos eran representados por dos anillos de piedra los cuales transmitían una mirada penetrante, pero completamente vacía. Sus dientes, eran afilados como los de un felino, y de su boca semiabierta se asomaba una lengua extraña, parecida a la de una serpiente. La expresión de su rostro cadavérico era feroz. Tenía un tocado en la cabeza y un montón de adornos cubriendo su huesudo cuerpo. Detrás del altar, se podían ver sus costillas. Había esqueletos humanos y vasijas rotas colocadas alrededor, sobre la tierra. Pero lo que más me impresionó de aquella escultura, era el sentimiento que provocaba con solo estar parado frente a ella.

Parecía estar esperando, acechante, observándolo todo. Tenía las manos apoyadas en el borde de su trono, dando la inquietante certeza de que en cualquier momento se pondría de pie. Tal y como hace la muerte, de una forma repentina e inesperada. De hecho, para mí, el valor de toda la escultura residía en ese gesto, que el artista había logrado transmitir tan perfectamente. Me pregunté si tal vez quien esculpió esa piedra había pasado por algo similar a lo que yo mismo pasé en aquella playa. Esa sensación de ser observado por algo sobrenatural. No lo sé. Tan solo son preguntas que me he hecho.

Cuando salimos de la playa todavía era de noche, y yo aún me sentía en un estado de conciencia distinto al de todos los días. Pensé por un instante quedarme un rato más, pero al recordar aquella presencia extraña que había sentido, descarté la idea. No estaba listo para enfrentarme yo solo con aquello.

Pisar el pavimento me resultó de lo más extraño e incomodo, fue un cambio radical en comparación con la suavidad de la arena. Sentí la “modernidad” y el “progreso” bajo mis pies.

Al llegar a mi casa, mientras atravesaba un largo pasillo lleno de plantas que daba al patio trasero, sentí nuevamente ser observado por algo. Otra vez parecía estar a mi izquierda, entre la hilera de macetas acomodadas contra la pared, pero esta vez no quise voltear. Apresuré el paso y subí rápidamente las escaleras de caracol que daban a la azotea, en donde se encontraba mi habitación. Entrar en ella fue un alivio. Supe que ahí estaba seguro, rodeado de mis objetos y mi energía. Me acosté en la cama mirando las estrellas por la ventana, hasta quedarme dormido.

Me despertó un poderoso trueno. Ya era de día y llovía profusamente. Todo estaba gris y había relámpagos en el cielo. Me sorprendió mucho el cambio tan drástico que se había dado. La noche, que había sido sumamente despejada, al punto de haber visto estrellas fugaces, había dado paso a una mañana gris y lluviosa, tal como ocurrió la primera vez que tomé los hongos. Me gustó mucho la lluvia, la sentí renovadora, purificante. Me encontraba muy feliz y lleno de energía. Había una sensación diferente en mí, no me sentía como el yo de todos los días. Era como despertar de un profundo sueño en un mundo completamente renovado.

Recordé que prácticamente no había comido nada el día anterior. Bajé a la cocina y ahí me encontré con mi abuela, quien era la dueña de la casa. En aquel tiempo no había una buena relación entre nosotros, pero esa mañana, por razones que no comprendí entonces, parecía hallarse en un estado de ánimo diferente conmigo. Nos sentamos a desayunar juntos. Me sirvió una crema de espinacas y unas tortillas a mano, que me resultaron en ese momento, la cosa más deliciosa en el mundo. Me parecía un verdadero regalo, un privilegio, el poder estar en esa mesa en compañía de mi abuela, conversando y disfrutando de aquella exquisita sopa, obsequiada por esta hermosa tierra que nos alimenta, nos protege y nos enseña tantas y tantas cosas. El mundo seguía siendo increíblemente misterioso, aún sin necesidad de los honguitos.

Platiqué con mi abuela del clima y de cosas sin importancia. Parecía haber en sus gestos y sus atenciones, un cariño hacía mí que normalmente no existía o yo no notaba.

Prácticamente devoré mi primer plato de sopa. Mi abuela me sirvió otro y comentó lo mucho que le gustaba verme comer tan bien. Mientras comía mi segundo plato, se me quedó mirando en silencio. Parecía a punto de decirme algo, pero se contuvo. Finalmente me preguntó si acaso no pensaba ir a la universidad ese día. Recordé entonces que era lunes.

Me sentía muy bien. Terminé de comer y le di las gracias. Después tomé una ducha y salí, bajo la incesante lluvia y los truenos, con dirección a la universidad.

Tenía la energía para hacerlo.

jueves, 21 de enero de 2010

El Primer Silencio Interno

Pasaba de la media noche cuando comencé a sentir los efectos de los hongos en mi cuerpo. En el reproductor, sonaba un disco de percusiones africanas que me tenía sumergido en un profundo estado de atención auditiva. Un par de veladoras alumbraban toda la habitación. En aquel entonces, mientras estudiaba la universidad, yo vivía en un pequeño cuarto de azotea, el cual sólo contaba con un baño, una cama, un sillón y un restirador de madera en donde trabajaba. Sentado en el sillón, mientras escuchaba con atención la música, comencé a sentir un cosquilleo y una tensión inusual en la zona del abdomen. No era algo molesto, al contrario, me producía una sensación de placer, lo sentía como pequeñas descargas eléctricas que irradiaban desde el plexo solar a todo mi cuerpo. Quise ponerme de pie. Sentí las piernas débiles y también algo de vértigo, como si estuviera un poco borracho. Recorrí con tranquilidad toda la habitación, observando, un tanto maravillado, todos los detalles que había en ella. Obviamente yo había visto ese cuarto cientos de veces, pero esa noche, en el estado en que me encontraba, todo lo que había en él me parecía de alguna manera distinto. Notaba también una especie de brillo o resplandor, el cual parecía emanar de todos los objetos e irradiar una neblina blanca, tan tenue, que apenas puse mi atención en ella se esfumó, o bien yo deje de percibirla. Caminé hacia la ventana. La noche era calida y despejada, una enorme luna llena iluminaba el cielo. La ciudad comenzaba a silenciarse poco a poco, sólo se escuchaba de vez en cuando el sonido de algún automóvil o el ladrido de algún perro. En el restirador, bajo la ventana, se encontraban todavía algunos hongos acomodados sobre un platón de barro. El verlos me provocó alegría. La luna los iluminaba, descubriendo su increíble textura y su forma. Me acerqué mucho a ellos, sentí simpatía por esos misteriosos seres. Los admiré durante un rato y de pronto comenzaron a moverse. No era un movimiento muy evidente, de hecho lo fui notando lentamente, era casi como una sensación que me venía al observarlos. Los hongos parecían expandirse y contraerse, tal y como si estuvieran respirando. El movimiento era sumamente ligero, apenas perceptible, pero provocaba en mí un estado hipnótico. En ese estado una idea aterrizó súbitamente en mi mente: supe que los hongos aún estaban vivos. Yo no tenía nada en que basarme para hacer tal afirmación, sin embargo sentí que los hongos seguían con vida y que, además, eran concientes. Nunca antes me había planteado la posibilidad de que las plantas realmente tuvieran conciencia de ser. Esta idea me provocó un momento de euforia, seguido de una sensación de pena por ellos. Les pedí disculpas por haberlos cortado. Después de un rato me senté en la cama. En la grabadora seguía sonando el disco de percusiones, poco a poco me fui sumergiendo en él. Sentía los sonidos de los tambores como pequeñas esferas que se estrellaban en el centro de mi conciencia. De vez en cuando soltaba risitas involuntarias, por el placer que esto me producía. Me deleitaban también los silencios, nunca los había yo considerado como una parte activa de la música, tan importante como los sonidos. Sentía esos “huecos” que producía en la boca del estómago. La música acabó, acompañada de una imponente grabación del canto de unas aves, quedando todo en silencio. Había perdido la noción del tiempo, pensé que tal vez era hora de dormir, así que me acosté e intente conciliar el sueño. Di vueltas en la cama durante bastante rato sin ningún éxito, no podía dormir. Se me ocurrió que fumar un poco de marihuana me podría ayudar, ya que, normalmente, después de fumarla me da un poco de sueño, así que me acomodé de nuevo en el sillón, forjé un cigarrillo y lo encendí. Mientras fumaba, noté que los efectos del hongo aún seguían muy presentes en mi organismo, de hecho me parecía que la marihuana los había intensificado. Poco a poco mis pensamientos fueron cesando nuevamente, hasta entrar en un profundo estado de silencio interno. En cierto momento recuerdo que cerré los ojos, y fue entonces que la imagen de María Sabina apareció frente a mí. Se hallaba en la entrada de una casa, recargada en el marco de la puerta, a unos dos metros de donde yo me encontraba. Tenía su brazo izquierdo rodeándole la cintura y en el derecho sostenía un cigarrillo. Fumaba, al igual que yo, y me observaba. Verla me sorprendió un poco. Su mirada era penetrante y un tanto retadora, pero a la vez me pareció amigable, parecía contener una pregunta en sus ojos, cómo si se preguntara quién era yo, y que era lo que hacía ahí. Sentí que me escudriñaba. Yo también la miré por unos momentos. Llevaba puesto un vestido con un bordado muy colorido, un reboso gris cubría parte de sus brazos y de sus hombros. El encuentro con la celebre curandera mazateca debió de ser breve, pues lo siguiente que recuerdo es estar frente a dos enormes esferas o anillos, de bordes luminosos, flotando sobre una espesa negrura, la cual ocupaba todo mi campo de visión. Noté que las esferas se movían. Comenzaron a acercarse entre ellas y por mi mente cruzó la idea de un eclipse. Noté, además, que el movimiento de las esferas me afectaba directamente. Conforme se acercaban, sentía una especie de ebullición, una energía, que se iba acumulando en una parte indefinida de mí ser. Finalmente, cuando las dos esferas se superpusieron completamente, volviéndose una sola, algo en mí se destapó. Perdí toda conciencia de mi cuerpo, de la habitación, de todo. Una serie de imágenes y sentimientos empezaron a desbordarse sobre mí. Vi toda mi vida correr, como si fuese un enorme carrete de fotografías pasando a toda velocidad frente a mis ojos. Las imágenes eran tan rápidas que me fue imposible aferrarme a una. Comencé a llorar. Poco a poco recobré conciencia de mi cuerpo y de mi habitación. Los oídos me silbaban. Abrí los ojos. En mi mano aún sostenía el cigarrillo, ya apagado. Todo estaba en completo silencio. Un sentimiento de soledad y de angustia se apoderó rápidamente de mí. No podía organizar mis ideas ni mis sentimientos. Pensaba en mi familia y en las personas que quiero. Pensaba en mi niñez. De un momento a otro me sentí triste, sin saber exactamente por qué. Me paré del sillón y anduve por mi cuarto nerviosamente. No sabía que hacer, no podía dejar de sollozar y sentía una enorme presión en el pecho. Deseaba que todo terminara. Finalmente me senté en el borde de la cama. A un lado de ella, llamó mi atención una vieja guitarra sin cuerdas que mi abuelo me había regalado cuando aún vivía. Sin pensarlo tomé la guitarra, la coloqué sobre mis piernas y comencé a golpear suavemente el cajón de madera con mis dedos, como si fuese un instrumento de percusión. Al principio comencé a tocar sin ninguna intención, solo intentaba calmarme un poco, entretenerme en algo. Pasé un rato así, no se cuanto, pues nuevamente perdí la noción de mí. Lo que me trajo de vuelta fue una poderosa toma de conciencia. Yo estaba tocando una canción. No era una canción que yo hubiera escuchado antes, ni mucho menos. Era una melodía muy simple, monótona, repetitiva, pero inexplicablemente hermosa. Al tomar conciencia de esto, de nueva cuenta una intensa energía envolvió cada fibra de mi ser, sentí como una lluvia de cristales que se desparramaba sobre mí. Los oídos me silbaban otra vez. Una fuerte vibración recorría todo mi cuerpo. Comencé a llorar, pero esta vez no de tristeza, sin saber por qué me sentía sumamente dichoso, feliz. No podía, ni me interesaba en ese momento, explicarme lo que estaba pasando, lo único que me importaba era seguir tocando esa misteriosa música que producía en mí tan poderosa sensación, y así lo hice por horas. Mientras tocaba tuve otra fuerte toma de conciencia: supe que esa canción era una especie de regalo, una canción de poder. Esta idea me provocó un sentimiento de excitación y de felicidad indescriptibles. Comencé a reír de puro placer, de éxtasis. Cerraba los ojos y me dejaba llevar por ese mágico sonido, como una boya flotando en medio del espacio infinito. Por primera vez en mi vida me sentí completo. Nada me faltaba, nada me sobraba en ese momento. El calor de mis lagrimas corría por mi rostro y esto, sin saber por qué, me hacia sentir sumamente vivo. Creo que nunca antes había estado tan en paz conmigo mismo y con este misterioso mundo que me rodea. Por un instante casi supe que era lo que me tenía atado, lo que no me permitía ser plenamente feliz, pero la idea fue tan fugaz, que no logró cristalizarse por completo en mi mente. No me importó. Yo reía, cual si fuese un niño que ha encontrado un pequeño tesoro. Y justo así me sentía, como un niño, tocando una música mágica, milenaria. Comenzaba a amanecer. La noche clara y despejada había dado paso a una mañana gris, llovía ligeramente y algunos truenos se escuchaban en el cielo. Me sentía muy feliz, agradecido, renovado, lleno de poder. Sentía además una presencia, algo que no me era conocido y que sin embargo me resultaba sumamente familiar, acompañándome en la habitación. Nunca habría imaginado el curso que tomaría esta experiencia, no podía salir de mi asombro. Dejé por fin la guitarra a un lado de la cama y me acosté, mirando la lluvia caer por la ventana, hasta quedarme dormido.